Pese a las apariencias, Coy no era un tipo pesimista; para serlo resulta imprescindible verse desposeído de la fe en la condición humana, y él había nacido ya sin aquella fe. Se limitaba a contemplar el mundo de tierra firme como un espectáculo inestable, lamentable e inevitable; y su único afán era mantenerse lejos para limitar los daños. Pese a todo, aún había cierta inocencia en él, por ese tiempo: una inocencia parcial, referida a las cosas y los territorios ajenos a su profesión. Cuatro meses en dique seco no bastaban para arrebatarle cierto candor propio de su mundo acuático: el distanciamiento absorto, un poco ausente, que algunos marinos mantienen respecto a las gentes que sienten suelo firme bajo los pies. Entonces él todavía miraba determinadas cosas desde lejos, o desde afuera, con una ingenua capacidad de sorpresa; parecida a la que, cuando era niño, lo llevaba a pegar la nariz a los escaparates de las jugueterías en vísperas de Navidad. Pero ahora con la certeza, más próxima al alivio que a la decepción, de que ninguna de aquellas inquietantes maravillas le estaba destinada. En su caso, saberse fuera del circuito, conocer la ausencia de su nombre en la lista de los Reyes Magos, lo tranquilizaba. Era bueno no esperar nada de la gente, y que la bolsa de viaje fuese lo bastante ligera como para echársela al hombro y caminar hasta el puerto más próximo sin lamentar lo que se dejaba atrás. Bienvenidos a bordo. Desde hacía miles de años, antes incluso de que las cóncavas naves zarparan rumbo a Troya, hubo hombres con arrugas en torno a la boca y lluviosos corazones de noviembre -aquellos cuya naturaleza los decide tarde o temprano a mirar con interés el agujero negro de una pistola - para quienes el mar significó una solución y siempre adivinaron cuándo era hora de largarse. E incluso antes de saberse uno de ellos, Coy lo era ya por vocación y por instinto. Una vez, en una cantina de Veracruz, una mujer -siempre eran mujeres las que formulaban esa clase de preguntas- le había preguntado por qué era marino, y no abogado, o dentista; y él se limitó a encogerse de hombros antes de responder al cabo de un rato, cuando ella no esperaba ya contestación: “El mar es limpio”. Y era cierto. En alta mar el aire era fresco, las heridas cicatrizaban antes, y el silencio se tornaba lo bastante intenso como para hacer soportables las preguntas sin respuesta y justificar los propios silencios. En otra ocasión, en el restaurante Sunderland de Rosario, Coy había conocido al único superviviente de un naufragio: uno de diecinueve. Vía de agua a las tres de la madrugada, fondeados en mitad del río, todos durmiendo, y el barco abajo en cinco minutos. Glú, glú. Pero lo que le había impresionado del individuo era su silencio. Alguien preguntó cómo era posible: dieciocho hombres al fondo sin enterarse. Y el otro lo miraba callado, incómodo, como si todo fuese tan obvio que no valiera la pena explicar nada; y se llevaba a la boca su jarra de cerveza. A Coy las ciudades, con sus aceras llenas de gente y tan iluminadas como los escaparates de su infancia, lo hacían sentirse también incómodo; torpe y fuera de lugar como un pato lejos del agua, o como aquel tipo de Rosario, tan callado como los otros dieciocho que estaban más callados todavía. El mundo era una estructura muy compleja que únicamente podía contemplarse desde el mar; y la tierra firme sólo adquiría proporciones tranquilizadoras de noche, durante el cuarto de guardia, cuando el timonel era una sombra muda, y de las entrañas del barco llegaba la suave trepidación de las máquinas. Cuando las ciudades quedaban reducidas a pequeñas líneas de luces en la distancia, y la tierra era el resplandor trémulo de un faro entrevisto en la marejada. Destellos que alertaban, que repetían una y otra vez: cuidado, atención, manténte lejos, peligro. Peligro.
No vio esos destellos en los ojos de la mujer cuando regresó a su lado con un vaso en cada mano, entre la gente que se agolpaba en la barra de Boadas; y ése fue el tercer error de la noche. Porque no hay libros de faros y peligros y señales para navegar tierra adentro. No hay derroteros específicos, cartas actualizadas, trazados de veriles en metros o brazas, enfilaciones a tal o cual cabo, balizas rojas, verdes o amarillas, ni reglamentos de abordaje, ni horizontes limpios para calcular una recta de altura. En tierra siempre se navega por estima, a ciegas, y sólo es posible advertir los arrecifes cuando oyes su rumor a un cable de tu proa y ves clarear la oscuridad en la mancha blanca de la mar que rompe en las rocas a flor de agua. O cuando escuchas la piedra inesperada - todos los marinos saben que existe una piedra con su nombre acechándolos en alguna parte -, la roca asesina, arañar el casco con chirrido que hace estremecerse los mamparos, en ese momento terrible en que cualquier hombre al mando de un buque prefiere estar muerto.
(La Carta Esferica - Arturo Pérez-Reverte)
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